Economía verde: Las corporaciones asaltan a la Naturaleza y a los pueblos (nuevamente)

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19 junio, 2012
sursiendo

Lugares Comunes

Con motivo de la celebración en estos días de la Cumbre Río+20 en Brasil queremos aportar sobre el peligro de la ‘economía verde’ y la mercantilización de la vida, con la apropiación de los bienes comunes naturales. Para ello publicamos este texto del Grupo ETC, del compilado recientemente aparecido Economía verde: El asalto final a los bienes comunes (Descargar completo en .PDF)

 

Economía verde:

Las corporaciones asaltan la Naturaleza y a los pueblos (nuevamente)

Grupo ETC

Según esta visión, en el futuro los cultivos comerciales serán productos patentados y diseñados a la medida para cubrir las necesidades de los procesadores industriales de la biomasa, sea para alimentos, energía, materiales o fármacos.

Al contrario de lo que pretende sugerir su nombre, la “economía verde” no es una nueva economía más “ecológica”. Es otra fase del mismo proceso de acumulación capitalista. Nada en la “economía verde” cuestiona o sustituye la economía basada en el extractivismo y los combustibles fósiles, ni sus patrones de consumo y producción industrial, sino que extiende la economía explotadora de la gente y el ambiente a nuevos ámbitos, alimentando el mito de que es posible un crecimiento económico infinito.

Quienes se favorecen son las mismas empresas transnacionales que han provocado y lucrado con las crisis ambientales, alimentarias, climáticas, financieras. Se trata de una “súper entidad global” que ejerce un dominio enorme sobre mercados, producción y políticas nacionales e internacionales.

Únicamente 147 empresas, todas interconectadas, controlan el 40 por ciento del volumen total de ventas de todas las trasnacionales del globo. La inmensa mayoría son bancos e intermediarios financieros, que a su vez tienen un importante porcentaje de acciones en las mayores empresas de capital productivo. De 43 mil empresas ubicadas en 116 países, 737 concentran el 80 por ciento de las ventas de todas las transnacionales. Pero a nivel de conexiones hay un núcleo de mil 318 empresas que tienen dos o más interconexiones, con un promedio de 20 vínculos entre sí. Estas mil 318, con sede en 26 países, mayoritariamente anglosajones, controlan el 60 por ciento de los ingresos globales, a través de acciones en empresas globales de manufactura, energía y otros rubros básicos. Ésta es información clave para entender las políticas “públicas” que se promueven frente a las crisis financiera, alimentaria, climática, ambiental.

Sin tocar ni la especulación financiera que causó la crisis, ni los nocivos modelos de consumo y de producción contaminantes (bases de la civilización petrolera y de la devastación ambiental y climática), esta súper entidad corporativa promueve nuevas fórmulas para aumentar y legalizar los mercados financieros con la naturaleza (mercados de carbono, de servicios ambientales, de biodiversidad, etcétera) y más explotación de naturaleza y recursos a través de nuevas tecnologías para procesar la biomasa. Irónicamente, a estos paquetes de subsidio a corporaciones abriendo nuevas fuentes de mercantilización de la naturaleza (y sus funciones para aumentar las ganancias con supuestos remedios a las crisis que ellas mismas provocaron), le llaman “economía verde”. O como dijo Obama, se trata de un “nuevo acuerdo verde”, donde todos ganaremos. Claro que las ganancias están siempre referidas a los mismos: a esa red corporativa que tiene entre sus tentáculos al planeta y a la gente.

Mitos y falsas promesas: de la biotecnología a la biología sintética. Durante la década de los setenta las compañías petroquímicas y farmacéuticas (de la veterinaria a la salud humana) tomaron control de miles de pequeñas empresas familiares de semillas. Para los años ochenta había emergido ya una autodenominada “industria de la vida” —semillas, agroquímicos, fármacos— que se entretejió cada vez más con el desarrollo y la comercialización de biotecnologías patentadas (la ingeniería genética). La concentración corporativa en el sector de semillas comerciales representó una dramática pérdida de diversidad genética a medida que las compañías sólo ofrecían para la venta las líneas genéticas de las semillas más rentables, al tiempo que desechaban el resto. Los regímenes de propiedad intelectual —patentes y derechos de los obtentores— rápidamente se expandieron a todos los productos y procesos biológicos, a la vez que recompensaban la uniformidad. Con la privatización de la industria de semillas, comenzaron a desaparecer los programas públicos de producción semillera, reforzando la consolidación corporativa en ese ramo y en el de agroquímicos. Durante los noventa, la industria de la vida fue marcada por un impresionante número de fusiones y adquisiciones.

Hacer el seguimiento continuo de las fusiones y adquisiciones corporativas arroja mucha luz sobre el poder de las corporaciones. Este tipo de operaciones significan grandes cantidades de dinero cambiando de manos, pero las implicaciones derivadas de estos movimientos de capital no se entienden si se miran aisladamente. La motivación por expandir los mercados no funciona por sí sola, se necesitan tecnologías específicas para hacer realidad la convergencia de sectores y ganancias.

El término biomasa hace referencia al material biológico no fosilizado que puede servir como materia prima para la manufactura de productos de base biológica. Implica un modo particular de pensar a la naturaleza: todo lo viviente es una mercancía aún antes de que ingrese al mercado.

Actualmente, muchos gobiernos, corporaciones, capitalistas de riesgo y algunas organizaciones no gubernamentales promueven las tecnologías, especialmente la biología sintética, que harán posible convertir la biomasa en productos comerciales. Alegan que, en la actualidad, menos de una cuarta parte de la biomasa terrestre que se reproduce anualmente llega al mercado, dejando atrás las otras tres cuartas partes, principalmente en el Sur global, ya suficientemente maduras para convertirse en mercancía verde y listas para ser cosechadas. La tierra cultivable, las materias primas a granel, los minerales metálicos y no metálicos extraídos del subsuelo y, ahora también, el material vegetal genérico en calidad de reserva de biomasa, son el ingrediente principal en las apuestas de fusiones y adquisiciones corporativas en la era de la economía verde. Esos mismos promotores de la bioeconomía también buscan establecer nuevos mecanismos para permitir la cuantificación y la mercantilización de los procesos naturales de la Tierra, rebautizados ahora como “servicios ambientales”: los ciclos del carbón, de los nutrientes del suelo y del agua. Es la expansión de la industria sobre todos los ciclos vitales.

A medida que se desarrolló el siglo veinte, las sustancias petroquímicas y sus tecnologías asociadas desplazaron a la agricultura como base de la economía, pero en el siglo veintiuno podríamos presenciar el retorno de la preeminencia de la agricultura. No obstante, la visión actual es la de una agricultura “transformadora”, en la que tanto los insumos (materias primas) como los productos, son prediseñados para usos industriales específicos. Según esta visión, en el futuro los cultivos comerciales serán productos patentados y diseñados a la medida para cubrir las necesidades de los procesadores industriales de la biomasa, sea para alimentos, energía, materiales o fármacos.

En las décadas de los setenta y ochenta, se esperaba que el cultivo de tejidos y la biofermentación “fabricaran” las partes comercialmente valiosas de las plantas (frutos, nueces o granos) o los compuestos químicos únicos asociados a ellas (sabores, aromas, etcétera). Las empresas de la biotecnología estaban entusiasmadas con la perspectiva de eliminar a los agricultores y las tierras de cultivo y borrar el clima y la geografía como factores de la producción. El café, el té, el cacao, la vainilla, las hierbas medicinales y, tal vez algún día, hasta los granos y los vegetales, serían cosechados en las fábricas de Chicago o Hamburgo. La comida sería fabricada por demanda y en el lugar, con un gasto mínimo de energía, dado que sólo los las partes destinadas al consumo final de las plantas serían producidas.

El entusiasmo estaba respaldado por un “sólido conocimiento científico” basado en el hecho de que cultivos de las “células madre” de las plantas mostraban que ello era técnicamente posible. Las publicaciones de la industria abundaban en fotografías a todo color de frijoles y bebidas de probeta. Pero no funcionó. La vida demostró ser más compleja. Para el momento en que se efectuó la Cumbre de la Tierra en 1992, este tipo de biotecnología estaba siendo archivado y las empresas estaban de vuelta en los campos de cultivo y en los laboratorios realizando el trabajo comparativamente más monótono de desarrollar cultivos de diseño por ingeniería genética tolerantes a herbicidas que incrementarían las ventas de sus agroquímicos patentados.

En los últimos años hemos visto el surgimiento de la biología sintética, que comenzó como una ciencia periférica o marginal —un híbrido de la ingeniería y la programación computacional, más bien separada de la biología— y es hoy un sector de gran interés para la industria y que atrae grandes inversiones. Señales de su consolidación y del crecimiento de su mercado son las inversiones estratégicas y las asociaciones entre compañías ya establecidas de energía, químicas y farmacéuticas con empresas especializadas en biología sintética. La biología sintética no es sino una serie de herramientas que se integra a muchos sectores industriales. Por ello, no es sencillo comprender su ámbito. La consultora BCC Research predijo una tasa de crecimiento anual del mercado de la biología sintética de casi 60%, para alcanzar un valor aproximado de 2 mil 400 millones de dólares hacia 2013.

Así como ocurrió con la biofermentación hace un cuarto de siglo, ¿pasará mañana con la biología sintética, pilar de la nueva bioeconomía? El campo de la biología sintética ha eclipsado rápidamente al de los transgénicos. Con miles de millones de dólares de inversión pública y privada en los últimos años, la biología sintética promete convertir la biodiversidad natural en insumo para sus bichos patentados: algas y microbios “a la medida”, que se comporten como “fábricas biológicas”; organismos de diseño que serán utilizados para transformar la celulosa de las plantas en combustibles, sustancias químicas, plásticos, fibras, fármacos e incluso alimentos —dependiendo de la demanda del mercado al momento de la cosecha. Para los nuevos “magnates de la biomasa” la biología sintética es la ruta a una nueva fuente de ingresos, un complemento “verde” a la producción basada en el consumo de petróleo, o bien, su posible remplazo en un futuro incierto. Todo lo que los gobiernos y la sociedad deben hacer es dejarles adquirir derechos de propiedad (patentes) sobre múltiples genomas, y dejarles acaparar las tierras y la biomasa y poner su futuro en manos de una industria que ya fracasó anteriormente. ¿Acaso la vida volverá a demostrar que es un poco más compleja?

La crisis del clima es un factor de ganancias. El “chantaje” sobre la urgencia de revertir el cambio climático es importante para justificar la bioeconomía. Indudablemente es necesario revertir el cambio climático, pero cambiando sus causas, no usando más de las mismas tecnologías y patrones de producción contaminante. El chantaje consiste ahora en anunciar que solamente las corporaciones, con su poderío tecnológico y su ejército de científicos e instalaciones de vanguardia pueden enfrentar tal desafío. Un ejemplo clásico de las falsas promesas de una economía pintada de verde son los combustibles agroindustriales, que se inventaron bajo el pretexto de sustituir los combustibles fósiles y así reducir las emisiones de gases contaminantes resultado de la combustión de hidrocarburos, y así, combatir el calentamiento global. Ya en 2006, 14 millones de hectáreas (1%) de toda la tierra arable estaba usándose para la producción de combustibles agroindustriales,5 que resuelven solamente el 0.5 por ciento de la energía para necesidades primarias a nivel global.6 A la vuelta de muy pocos años, hemos visto que la combustión de biomasa puede liberar cantidades de dióxido de carbono aún mayores que la combustión de recursos fósiles, porque el material vegetal tiene una densidad menor de energía. Los nuevos gases no se absorberán con la rapidez necesaria para impedir un aumento de las temperaturas globales, y, tal vez lo más crucial, la competencia por tierras y agua para cultivar biomasa para combustible ya agudizó la crisis de producción de alimentos como vimos durante el auge del etanol de maíz en 2008.

Urge la transferencia de la tierra ocupada en producción de biocombustibles a los 4 millones 600 mil campesinos sin tierra o campesinos empobrecidos que podrían duplicar potencialmente la producción agrícola (el tamaño de la parcela promedio en África y Asia es ahora de 1.6 hectáreas). Otra promesa en ciernes es el desarrollo de cultivos resistentes a las desventuras del clima. En 2008 presenciamos el furor de las empresas agroindustriales por monopolizar los rasgos de diseño genético y adaptación climática en los cultivos, rasgos que supuestamente hacen que los cultivos puedan soportar el estrés ambiental asociado con el calentamiento global, como las sequías, el calor, el frío, las inundaciones, la mayor salinidad de los suelos, etcétera. Entre junio de 2008 y junio de 2010, los gigantes genéticos y sus socios biotecnológicos presentaron al menos 261 “invenciones” relacionadas con los cultivos climáticos en las oficinas de patentes de todo el mundo, en busca de protección a su monopolio. El resultado, muy predecible según las posiciones de las compañías más poderosas del mundo en los sectores agropecuarios, es que tan sólo seis empresas (DuPont, BASF, Monsanto, Syngenta, Bayer y Dow) y sus socios biotecnológicos controlan el 77% de las 261 familias de patentes relacionadas con modificaciones genéticas para enfrentar el cambio climático.

La tolerancia al estrés ambiental y los rasgos dirigidos a la elevación en el rendimiento en la producción de biomasa son el foco de atención principal de las actividades de investigación y desarrollo biotecnológico. El área con mayor actividad de solicitud de patentes es la de la tolerancia al estrés abiótico. Este oligopolio de seis empresas obstaculiza la innovación con fines sociales, fomenta el desperdicio de energía y promueve el uso de sus contaminantes químicos.

¿Planeta infinito? Las enormes concentraciones corporativas, la creación de la súper entidad de poder económico desde la cual se promueven como política pública los remiendos tecnológicos y los maquillajes verdes para continuar con la misma devastación del planeta, no puede avanzar si no es mediante el acaparamiento de las tierras y el agua. La producción de alimentos, forrajes y otras formas de biomasa vegetal —así como de otros recursos estratégicos como los minerales y la madera— constituye el principal impulso para el acaparamiento global de tierras. El control de los recursos hídricos es otro factor principal. Aunque los estudios no son exhaustivos, se estima que entre 50 y 80 millones de hectáreas de tierras en el Sur global han sido adquiridas por inversionistas internacionales, de las cuales dos terceras partes de las compras de tierras se han realizado en el África Subsahariana. Como mencionamos antes, para 2006, 14 millones de hectáreas —cerca del 1% del total de la tierra cultivable del mundo— era utilizada para la producción de combustibles agroindustriales. Un estudio calcula que, para el año 2030, entre 35 y 54 millones de hectáreas (esto es, entre 2.5 y 3.8% de toda la tierra cultivable) será empleada en su producción. Hay reconocimiento internacional creciente de que el acaparamiento de tierras, ya sea doméstico público o privado transfronterizo es destructivo del ambiente y de la seguridad alimentaria.

Los aproximadamente 80 millones de hectáreas de tierra involucrada en esas transacciones deben ser accesibles a los campesinos y podrían convertirse en 26 millones 700 mil parcelas de aproximadamente tres hectáreas cada una.

Una economía verde desde los pueblos. En realidad, se requieren políticas sólidas, no promesas de ciencia ficción, para enfrentar las necesidades de la humanidad. El “arreglo tecnológico” es una idea seductora, pero peligrosa, porque animará una mayor convergencia del poder corporativo y desatará una serie de tecnologías de eficacia no probada pero, eso sí, patentadas, en los territorios de las comunidades locales que no han sido consultadas sobre —ni están preparadas para— enfrentar sus impactos.

Las composturas tecnológicas no son capaces de afrontar los problemas sistémicos de las crisis de pobreza, del hambre o la ambiental. Es imprescindible frenar el acaparamiento de tierras. Luchar contra la ficción de los combustibles agroindustriales. Promover una seguridad alimentaria real y factible: hoy, los cereales que se utilizan para alimentación animal podrían satisfacer las necesidades de más de 3 mil quinientos millones de personas. La cadena alimentaria industrial ocasiona una pérdida anual de cobertura vegetal de unos 75 mil millones de toneladas y le cuesta al mundo 400 mil millones de dólares. Una oligarquía de 10 compañías globales de insumos agrícolas frena los buenos manejos de los suelos. Los sistemas campesinos de conservación de los suelos utilizan los microorganismos naturales para la fijación de entre 140 y 170 millones de toneladas de nitrógeno, equivalente a los fertilizantes químicos que se comprarían con 90 mil millones de dólares. La utilización de técnicas campesinas podría incrementar el PIB agrícola entre un tres y un siete por ciento.

Las diversificaciones en los mercados, si sólo fueran para el caso de las semillas, podrían reducir los precios en al menos un 30%, ahorrándoles a los campesinos del mundo más de 9 mil millones de dólares por año. Los más grandes oligopolios de los supermercados controlan entre el 40 y el 50 por ciento del mercado de alimentos en América Latina, 10% en China, 30% en Sudáfrica y 50% en Indo nesia. Los sistemas campesinos alimentan al 70% de la humanidad, incluyendo a los más vulnerables. Es imprescindible eliminar las prácticas oligopólicas, reducir la necesidad de procesamiento y apoyar la producción y distribución y almacenamiento local de los alimentos. Hoy, en promedio, los estados de la OCDE usan hasta cuatro kilocalorías (kcal) de energía para producir una kcal de comida. Equiparar el consumo de energía de la cadena industrial alimentaria para que se equipare con la producción campesina promovería un ahorro masivo de combustibles fósiles y emisiones de gases con efecto de invernadero.

Cinco corporaciones globales de alimentos y bebidas —Nestlé, Danone, Unilever, Anheuser-Bush y Coca-Cola— consumen suficiente agua para satisfacer los requerimientos domésticos diarios de agua de cada persona en el planeta. El agua necesaria para producir 65 millones de kilos de carne de res —la cantidad de carne que se retiró del mercado y tuvo que destruirse en Estados Unidos en 2008, debido a las violaciones a los lineamientos sanitarios— fue equivalente al agua necesaria para irrigar 100 mil hectáreas de tierras secas por un año. Los modelos de producción campesina que privilegian el consumo local desperdician poca o nada de agua.

Con una agricultura diversificada, con la ruptura de los monopolios, y un análisis y cuestionamiento real del uso energético de las distintas formas de agriculturas, las promesas de la economía “verde” se desmoronan. Por el contrario, existen ya muchas alternativas reales. La importancia de la agricultura y, especialmente, el papel de los campesinos y agricultores familiares, debe estar en el centro de cualquier discusión. Los agricultores en pequeña escala no sólo generan el 70% de la producción agropecuaria global, sino que sus acciones colectivas representan nuestra mayor esperanza para adaptarnos y mitigar la crisis climática.

Es necesario cerrar la brecha entre la seguridad alimentaria, la agricultura y la política climática, mediante el apoyo a la soberanía alimentaria como marco general para enfrentar estos problemas, en contraste con el actual sistema agroindustrial, que propicia que los regímenes comerciales y las fuerzas del mercado dicten las políticas alimentaria y agrícola: la nueva economía verde.

El escenario parece abrumador, pero no olvidemos que el sistema que sostiene a estas redes de poder está en una profunda crisis y que por todas partes en el planeta aparecen movimientos que los denuncian y no están dispuestos a resignarse a seguir siendo víctimas. Son movimientos diversos y contradictorios, pero van convergiendo con las alternativas locales, campesinas, indígenas, que son las que sostienen, cuidan y dan de comer a la mayoría del planeta, mientras las corporaciones se empeñan en seguirlo explotando. El emperador sigue reinando, pero está sin ropas a la vista de todos, y tenemos que seguirlo denunciando, por más que ahora diga que está vestido de verde.

Cuadro:

El área de aplicaciones de la biología sintética está en plena expansión. Las pioneras en el ramo, DuPont y Archer Daniels Midland (ADM), están ya vendiendo bioplásticos derivados de azúcares de maíz. Genencor y Metabolix trabajaron con otros para desarrollar los plásticos Sorona (DuPont) y Mirel (ADM). Genencor y Goodyear desarrollan caucho sintético para neumáticos. En el área de aplicaciones farmacéuticas, Novartis mantiene una colaboración de alto nivel con Synthetic Genomics, Inc., para el desarrollo de vacunas contra la influenza. No obstante lo interior, la mayoría de las empresas de este ramo están concentradas en el sector energético, en la química o en ambos. Algunas de las más activas en investigación y desarrollo son Synthetic Genomics, Inc., Procter & Gamble a Shell, Total, Bunge, Ltd., Cosan S.A., Mercedes, Exxon, BP, Genting Group y Dow Chemical.